Yo era aun muy joven cuando me estaba convirtiendo en un neófito de las sesiones de matiné. En esa época solían proyectar películas de western en el pueblo, durante los fines de semana. Cada domingo me levantaba pronto, me vestía de dominguero, me dirigía al huerto de casa donde rondaba un buen rato, vigilando como gato cansino de no ser descubierto por nadie. Seguidamente salía a la calle, victorioso, rumbo al teatro donde la fila para el cine crecía tanto como mi alegría.
La sala de cine era un antiguo teatro desvencijado. Desafortunadamente, yo nunca podía conseguir el palco, por esta razón fue que mi madre me descubrió. Una vez comenzaba la película, en pocos segundos como por arte de magia me sumía en un viaje a un gran desierto americano donde los indios luchaban ferozmente por defender sus ranchos.
En otras ocasiones y como si se tratara de un sueño, absorto me desplazaba a un pueblo del oeste donde los pistoleros bajaban rápidamente de sus caballos, vestidos con chalecos y sombreros tejanos, para irrumpir en un bar disparando contra los enemigos. No se como mi pobre cuello aguantaba el zigzag constante que le hacía para esconderme de aquellas balaceras eternas tras las butacas. Lo que era un padecimiento para algunos, se convertía en una celebración para otros, bastaba sentir el público emocionado silbando y aplaudiendo de tanto júbilo con cualquier hazaña de los héroes, como si se tratara de una representación en vivo. Por cierto, debo reconocer que aquel viaje épico fue el inicio de mi pasión por el cine.
Lo que me disgustaba de ir al matiné, eran las colillas de cigarrillos, o las gomas de chicle arrojadas por los asistentes del palco que caían en las espaldas de los que estábamos abajo. Por consiguiente, el regreso a casa era una auténtica tortura, puesto que mi madre comenzaba a dudar y a enfadarse más de lo habitual. De nuevo la disculpa de mi vestido dominguero, quemado por una colilla de cigarrillos, durante la misa resultaba irrisoria. ¿Qué más podía inventar?
Lo importante es que yo compensaba a mi madre cuidando las gallinas y ayudándole a recoger los huevos. A pesar de que ella estaba molesta porque cada vez ponían menos. Lástima que este resarcimiento duró muy poco. Al siguiente domingo, cuando fui al huerto a buscar los huevos escondidos durante toda la semana, para venderlos y pagarme el billete del cine, no había ninguno. Mi madre los había cogido todos. Ella había descubierto mi más profundo secreto.